Santa Cruz, turismo, pesca, y un 'Cristo del Corcovado' en Madeira
Cuando se aterriza en Madeira, en su curioso y único aeropuerto, se aterriza en el municipio de Santa Cruz. Comarca del extremo este de la isla que, sin ser la más turística ni la más bella, reúne un conjunto interesante y atractivo para convertirse primera (o última) visita del viaje.
Su pequeño núcleo urbano cuenta con algunos grandes hoteles, asentados frente a una larga playa de rocas y aguas calmas. Un lugar que se presta a paseos tranquilos escuchando esa embriagadora música que forma el mar al fluir entre los 'callaos', a asomarse al horizonte buscando la lejana vista de las islas salvajes, a darse un baño desde los caminos de madera que se adentran en el agua desde los extremos de la playa.
Pueblo de pescadores, que aún posee algún que otro monumento de la época en la que los conquistadores se asentaron en la isla, y que conserva, a pesar de la cercanía del aeródromo, esa paz que tienen casi todos los pueblos que viven del mar. Esa parsimonia que solo rompe puntualmente el paso de los aviones o el repicar de las campanas de su iglesia, por cierto, la iglesia parroquial más antigua de Madeira.
Al final del paseo que circunda su playa se encuentra un pequeño puerto pesquero, sin grandes alardes. Tan solo unos pocos botes preparados para faenar en busca de algunos de los productos gastronómicos que han hecho a este rincón atlántico uno de los puntos más importantes de Portugal para el buen comer. Como casi todos los muelles, un buen lugar para sentarse y dejarse perder por la inmensidad del océano que, desde allí, se abre hacia el sur del mundo.
El diminuto casco del pueblo, con epicentro en un frondoso jardín municipal, mantiene el estilo arquitectónico característico de la isla. El blanco impoluto de sus casas, de su iglesia, y de su casa consistorial, salpicado por el ir y venir del amarillo de los taxis madeirenses.
Completan la estampa unos pocos restaurantes, un moderno centro comercial impropio del entorno rural, y algún que otro gran complejo hotelero. Una curiosa mezcla entre el tradicional pueblo de pescadores y la zona de esparcimiento turístico. Se deja ver en sus calles, una mezcla entre señores residentes inmersos en conversaciones sobre el partido de ese domingo y jubilados alemanes embriagándose del casi eterno buen clima insular.
Cristo Rei do Garajau
Aunque hay que alejarse del núcleo urbano para llegar hasta allí, dirigiéndose hacia Funchal (la capital) aparece una del as mayores curiosidades de esta zona y de la isla. El Cristo del Corcovado brasileño tiene un hermano gemelo, y está, como si mirara al horizonte en su búsqueda, en Madeira. Un pequeño monumento (en comparación con el brasileño) que parece calcado de éste, a pesar de que sus construcciones no tuvieron ninguna relación conocida.
En una isla que destaca por su inconmensurable naturaleza y la virginidad de sus barrancos del interior, Santa Cruz no es ni mucho menos una visita obligada, sin embargo, su cercanía al aeropuerto y su tranquilidad la convierten en una parada a tener en cuenta. Un punto más a añadir a la gran lista de posibilidades que se ofrece en esta rincón perdido en el Atlántico.
En el encanto de un pueblo de pescadores, el mar y su gente danzan en armonía. Con el material adecuado, la pesca se convierte en un legado de destreza y respeto por la naturaleza.
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