Madeira, máximo exponente de la naturaleza del Atlántico
Se nota nada más llegar a su sorprendente aeropuerto. Un aeródromo ventoso y único en el mundo, ya que una ampliación en el año 2000 hizo que casi la mitad de la pista se sitúe suspendida sobre 180 pilares ganando terreno al mar. Ya desde el aire se vislumbra una orografía de salvajes acantilados e increíbles desniveles, con un verde que baña casi cada rincón. Un viaje que desde Canarias lleva poco más de 1 hora y que se ofrece 2 veces en semana con Azores Airlines (haciéndolo durante el verano en código compartido con Binter).
Cuentan que los conquistadores se interesaron por Madeira tras su llegada a Porto Santo (la otra isla poblada del archipiélago) al ver a lo lejos una silueta oscura. 'Madera' fue el primer nombre que le otorgaron, indicando así cual es la característica y valor principal de la isla: sus bosques.
Hoy en día, la vida de este trocito de tierra gira en torno a Funchal, una súper-extensa y quizás algo súperpoblada capital con más de 100.000 habitantes (la isla tiene en torno a 265.000) que todavía conserva un fragmento de arte e historia. Su situación geográfica la hizo punto de paso habitual de los grandes navegantes portugueses, y su casco antiguo aun guarda las esencias de ese pasado.
El ir y venir en sus rutas hacia tierras lejanas dejó huella en su gastronomía, plagada de frutas tropicales. Se unen a productos autóctonos del archipiélago como la 'espada', o sable negro, el pescado insignia, o se acompañan con el que muchos no dudan en considerar uno de los vinos más famosos del mundo. Se dice que Barack Obama, o incluso el legendario George Washington, brindaron con vino de Madeira en su investidura.
Funchal es el corazón que late en una isla que, a pesar de su densa población, vive de forma tranquila. Basta abandonar la costa sur y adentrarse en sus montañas, rumbo hacia sus valles del norte, para descubrir que esa paz también se transforma en picos lejanos (1862m su máxima altitud), en paseos entre acantilados vírgenes, o en pequeños pueblos que salpican las alturas de sus barrancos.
Un viaje por carreteras son estrechas y sinuosas, casi escondidas a veces, circulando a través de bosques de pinos o de laurisilva (tipo de bosque emblema de la Macaronesia, que no se conserva en ningún sitio mejor que en Madeira y que además es Patrimonio de la Humanidad). Rutas hacia aldeas diminutas como las que se reparten en torno al área de Santana, en el norte, donde los bares huelen a 'poncha', la potente bebida tradicional, y a 'bolo do caco', el pan típico en estos lares.
Su naturaleza, su paz, se respiran aún mejor cuando uno se adentra en sus barrancos. Aquí hay más de 2000 kilómetros de 'levadas': las acequias que en su día se construyeron para transportar la abundante agua del interior de la isla a zonas más secas, y que hoy constituyen una inmensa red de senderos que van desde lo más suave a lo más extremo. No en vano, al igual que en La Palma, en sus vertientes se celebra una de las pruebas de 'Sky Running' más famosas a nivel mundial: una modalidad deportiva que lleva a los corredores a tocar el cielo recorriendo la isla de lado a lado.
La densidad de sus bosques, y su riqueza acuífera, es aún mayor cuando uno se aventura hacia lo profundo. Sus barrancos, casi cubiertos por la densa vegetación en muchos casos, son un valor digno de descubrir haciendo barranquismo, rapel o cualquier otra modalidad deportiva que permita observar de cerca sus pasadizos verdes, o sus cascadas escondidas. Saltos de agua que llegan a más de 60 metros en algunos lugares. Quita el aire observar la costa norte en miradores como el de 'Quinta do Furao', desde donde se puede ver el agua vertiéndose casi hasta el mar.
Una sensación similar a la que se vive desde cualquiera de los numerosos balcones al vacío que se reparten por el litoral. Madeira cuenta con el acantilado más alto del territorio europeo, 'Cabo Giaro', y su moderno mirador con suelo de cristal a más de 560 metros en vertical sobre el mar es un buen ejemplo.
Sobre otro de esos acantilados que dominan la costa se sitúa un hermano más antiguo (aunque más pequeño) de una de las maravillas del mundo moderno: no es difícil encontrar las similitudes entre el 'Cristo Rei de Garajau' y el mundiálmente conocido 'Cristo del Corcovado' de Brasil, a pesar de que, curiosamente, sus construcciones no tuvieron ninguna relación conocida.
No es un destino de playa, aunque el mar es evidente co-protagonista del viaje. Ya sea por bañar sus pequeñas calas de 'callados' o por estar siempre presente en el horizonte, allá abajo, visto desde las alturas de un lugar siempre en desnivel, golpeando esas paredes rocosas sobre las que se alza Madeira.
Las playas de arena amarilla están reservadas a la isla de Porto Santo y sus 7 kilómetros de orilla dorada, pero en Madeira también existen lugares que se alejan del predominante verde. Un ejemplo es la Punta de San Lorenzo: un pequeño hilo de tierra que se extiende al Este formando un pequeño continente en miniatura que se desmarca del resto del paisaje. Un universo rojizo y pedregoso, bañado por un océano bravo y salpicado de roques afilados. Un pequeño respiro, si es que hacía falta, de la infinita vegetación madeirense.
0 comentarios:
Publicar un comentario